Derechos animales y ética medioambiental (Tom Regan, 2007)

Artículo de Tom Regan (1938-2017) (North Carolina State University), 2007. «Derechos animals y etica medioambiental», traducido por José Antonio Méndez Sanz, e incluído en el libro «Herrera Guevara Asunción (ed). De animales y hombres: Studia Philosophica», ediciones de la Universidad de Oviedo, Biblioteca Nueva, p. 117-130. Desde hace varios años, el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo publica bienalmente, con el título genérico Studia Philosophica, un volumen con las aportaciones de sus profesores y becarios. Aparece esta edición con ciertas novedades, la más interesante para el lector tal vez sea la división del libro en dos partes, la primera de ellas recoge trabajos sobre un mismo tema, la segunda continua con el proyecto antes mencionado. Aquí el índice de capítulos. Aquí el pdf.

Se suele criticar a veces la postura que defiendo en ética («la consideración de los derechos») por su supuesta incapacidad para abordar asuntos im portantes de ética m edioambiental. Como espero ser capaz de explicar, creo que críticas de este tipo, aunque comprensibles, son débiles. Vista con suficiente perspectiva, la consideración de los derechos establece importantes restricciones a nuestra libertad para explotar o destruir el mundo natural. Ciertamente, a algunos críticos les parece poco. De hecho algunos desprecian la idea misma de derechos
individuales, considerando que, en el mejor de los casos, suministra un medioambientalismo superficial, lastrado por modos de pensar anticuados, patriarcales, inadecuado para la tarea de calibrar las honduras de una ecología profunda, biocéntrica. He abordado estos asuntos en otros lugares (véase, por ejemplo, Regan 1991, Regan 1994 y el capítulo 1 de Regan 2001b) y pido permiso para volver a hacerlo aquí. Aquí comienzo con un esbozo de mi modo de entender los derechos morales básicos, una comprensión articulada por primera vez con detenimiento en The Case for Anim al Rights y después ampliada y clarificada en obras más recientes (Regan 1994, 200a, 2001b, 2003.a, 2003b, 2004)(1).

I. DEFINIENDO CARACTERÍSTICAS DE LOS DERECHOS MORALES

Prohibido el paso

Poseer derechos morales es tener un tipo de protección que podemos describir como una señal invisible de «prohibido el paso». ¿Qué prohíbe esta señal? Dos cosas. Primera: los demás no son moralmente libres para hacemos daño; decir esto es decir que los demás no son libres para quitam os la vida o dañar nuestro cuerpo a su antojo. Segunda, los demás no son m oralmente libres para dificultar nuestra libre elección; decir esto es decir que los demás no son libres para limitar nuestra libre elección a su antojo. En ambos casos, la señal de «prohibido el paso» pretende proteger nuestros bienes más importantes (nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestra libertad) limitando moralmente
la libertad de los demás.

La cosa cambia cuando la gente sobrepasa sus derechos violando los nuestros. Cuando esto sucede, tenemos derecho a contraatacar, incluso si ello entraña causar daños severos al agresor. Sin embargo, el que podamos actuar en defensa propia no ha de entenderse como una autorización general para hacer daño a aquellos que no han hecho nada malo.

Igualdad

Los derechos morales respiran igualdad. Son idénticos para todos sus detentadores, aunque difiramos, como lo hacemos, en muchas cosas. Esto explica por qué a ningún ser humano pueden serle denegados derechos por razones arbitrarias, prejuiciosas o moralmente irrelevantes. Una de estas razones es la raza. Intentar determinar por qué los seres humanos tienen derechos en virtud de su raza es como tratar de endulzar té añadiendo sal. La raza a la que pertenecemos no nos dice nada sobre qué derechos tenemos.

Esto mismo es igualmente válido en el caso de otras diferencias entre nosotros. Los linajes de mi esposa Nancy y el mío provienen de diferentes países; el suyo de Lituania, el mío de Irlanda. Algunos de nuestros amigos son cristianos, otros judíos, otros musulmanes. Otros son agnósticos o ateos. En el ancho mundo por unos pocos verdaderamente ricos hay m ultitud de gente paupérrima. Así están las cosas. Los humanos son diferentes en múltiples aspectos. Es innegable.

Sin embargo, nadie que crea en los derechos humanos pensará que estas diferencias trazan divisiones morales fundamentales. Si la idea de derechos humanos tiene algún sentido, éste no es otro sino que todos los poseemos en la misma medida. Y los poseemos en la misma medida independientemente de nuestra raza, género, creencia religiosa, riqueza relativa, inteligencia o lugar y fecha de nacimiento, por poner un ejemplo.

Triunfo

Todo el que defiende en serio los derechos humanos cree que nuestros derechos tienen mayor peso moral que otros (importantes) valores humanos. Por usar una analogía tomada del juego de cartas que conocemos por bridge, nuestros derechos morales son triunfo. Veámos lo que significa esta analogía. Jugamos una mano. Se dan las cartas. Triunfan corazones. Las tres primeras cartas que se juegan son la reina de picas, el rey de picas y el as de picas. Usted (que juega el último) no tiene picas. Sin embargo, tiene el dos de corazones. Y, dado que pintan corazones, su precioso dos de corazones mata a la reina de picas, mata al rey de picas e incluso mata al as de picas. Así de poderoso es en el juego del bridge el palo que triunfa. La analogía entre el triunfo en el bridge y los derechos individuales
en moral debería estar bastante clara. Cuando tomamos una decisión moral hay que considerar muchos valores importantes. Por ejemplo: ¿qué consecuencias tendrá para nuestra propia persona tomar una opción u otra? ¿Qué pasa con nuestras familias, amigos, vecinos y con el resto de la gente? No resultaría difícil ampliar esta lista. Cuando decimos «derechos son triunfo», queremos decir que respetar los derechos de los individuos es el factor más importante que hay que considerar en el (valga la expresión) «juego de la moralidad». Y, en concreto, queremos decir que los beneficios que unos obtengan de la violación de los derechos de otros jamás justifican esta violación.

Respeto

En sentido lato, los derechos que antes hemos mencionado (vida, libertad, integridad corporal) son variaciones de un tema principal, el tema del respeto. Muestro mi respeto hacia ti respetando esos derechos en tu vida. Tú muestras tu respeto hacia mí de idéntica manera. Respecto es el tema principal porque tratarse m utuamente con respeto es precisamente tratarse uno a otro de un modo que respeta nuestros demás derechos.

Por consiguiente, nuestro derecho más fundamental, el derecho que unifica todos nuestros otros derechos, es nuestro derecho a ser tratados con respeto.

II. ¿QUIÉN TIENE DERECHOS MORALES?

Decir qué son derechos morales es una cosa, y explicar por qué nosotros los tenemos y en cambio palos y piedras no, es otra muy diferente. Dadas las limitaciones de espacio, me será imposible ofrecer lo que cabría entender como una explicación completa, aunque no brindar un tosco esbozo de la solución que defiendo, una solución que está muy vinculada a lo que denomino sujeto-de-una-vida.

Sujetos-de-una-vida

Antes hemos señalado alguno de los múltiples modos en que los humanos difirieren unos de otros —por ejemplo, en cuanto a género, raza y etnia. A pesar de nuestras muchas diferencias, hay algunos modos en los que todos los humanos que tienen derechos son lo mismo. No lo digo porque todos pertenezcamos a la misma especie (lo que es cierto, pero no pertinente). Y no lo digo porque todos seamos personas (lo que puede ser pertinente, pero no es cierto). Lo que quiero decir es que somos tal para cual en formas relevantes, formas ligadas a los derechos que tenemos: nuestros derechos a la vida, integridad corporal y libertad.

Veamos. No sólo todos estamos en el mundo, sino que somos conscientes del mundo y, además, conscientes de lo que nos
ocurre. Más aún, lo que nos ocurre —sea a nuestro cuerpo, a nuestra libertad o a nuestra vida misma— nos importa porque marca la diferencia en la calidad y duración de nuestra vida tal como la experimentamos, independientemente de que importe o no a alguien. Sean nuestras diferencias las que fueren, éstas son nuestras semejanzas básicas.

No hay una palabra de uso común que nombre este conjunto de semejanzas. «Ser humano» no nos vale (sin ir más lejos:
un ser humano m uerto es un ser humano, pero no es consciente del mundo). Tampoco sirve «persona» (los niños son conscientes de lo que les ocurre pero no son personas). Sin embargo, estas semejanzas son lo suficientemente importantes como para demandar un signo verbal propio. Empleo la expresión «sujetode-una-vida» para referirme a ellas. Dado este uso, el autor de estas palabras, Tom Regan, es un sujeto-de-una-vida, y también lo es la gente que lo lee.

¿Qué humanos son sujetos-de-una-vida? Todos aquellos humanos que poseen el conjunto de semejanzas que acabo de mencionar. ¿Y de quién puede tratarse? Bueno: pues de cada uno de los aproximadamente seis mil millones que somos, independientemente de donde vivamos, la edad que tengamos, nuestra raza o genero o clase, nuestras creencias religiosas o políticas, nuestro nivel de inteligencia, y así sucesivamente, independientemente
del largo listado de nuestras diferencias.

¿Por qué ser el sujeto-de-una-vida es una idea importante? Porque el conjunto de características que define esta idea nos hace ¡guales a todos nosotros de una manera que hace inteligible nuestra igualdad moral. Esto es lo que tengo en mente.

Lo dicho implica que los sujetos-de-una-vida humanos difieren de muchas maneras. Por ejemplo, unos son genios y otros
discapacitados mentales severos: algunos están dotados para la música mientras que otros son incapaces de tararear una melodía sin desafinar.

Estas diferencias son reales e importan. Sin embargo, cuando pensamos el mundo en términos de igualdad moral fundamental, estas diferencias no diferencian. Moralmcnte considerado, un niño mimado que puede tocar los estudios de Chopin con una mano atada a la espalda no es de «más» categoría que un adulto con graves daños mentales que nunca sabrá qué es un piano o quién fue Chopin. Moralmentc no dividimos el mundo de este modo, no ponemos a los Einsteins en la categoría «superior», «por encima» de los «inferiores» Homer Simpsons que en el mundo son. Los menos dotados no existen en orden a los intereses de los más dotados. Comparados con ellos, no son meras cosas que puedan usar como medios para sus fines. Desde el punto de vista moral, cada uno de nosotros es igual porque cada uno de nosotros es igualmente un alguien, no un algo; el sujeto-de-una vida, no una vida sin un sujeto.

Por tanto, ¿por qué es importante la idea de ser el sujetode-una-vida? Porque aclara nuestra mismidad moral, nuestra
igualdad moral.

Como sujetos-de-una-vida somos todos iguales porque lodos estamos en el mundo.

Como sujetos-de-una-vida somos todos iguales porque todos somos conscientes del mundo.

Como sujetos-de-una-vida somos todos iguales porque lo que nos sucede nos importa.

Como sujetos-de-una-vida lo que nos ocurre nos importa porque es decisivo para la calidad y duración de nuestra vida.

Como sujetos-de-una-vida no hay ni superior ni inferior, más alto o más bajo.

Como sujetos-de-una-vida todos somos moralmente lo mismo.

Como sujetos-de-una-vida todos somos moralmente iguales.

Huelga decir que lo que antecede no constituye una prueba en sentido estricto de nuestros derechos basada en nuestra subjetividad.

Mi intención ha sido más bien explicar cómo nuestro ser sujetos-de-una-vida aclara (nos ayuda a entender) el sostén
de nuestros derechos, especialmente nuestra mismidad moral, nuestra igualdad moral. No debería constituir una sorpresa el que considere que lo que acabo de decir de nuestros derechos no es menos cierto dicho de los derechos de otros animales.

Derechos animales

¿Hay sujetos-de-una-vida que-no-sean-anim ales-hum anos? Claro que sí. Con certeza, todos los mamiferos y aves. Casi con toda probabilidad, todos los peces. ¿Por qué? Porque (por razones que he explicitado por menudo en otros lugares y sobre las que no voy a volver aquí, véase Regan 1983, 2001b, 2003a, 2003b) estos seres satisfacen las condiciones del tipo de subjetividad en cuestión. Como nosotros, están en el mundo, conscientes del mundo, conscientes de lo que les ocurre e im portándoles lo que les ocurre (a su cuerpo, a su libertad, a su vida) independientemente de que a alguien más le preocupe esto o no. Por consiguiente, estos seres participan de los derechos mencionados, incluyendo el derecho de ser tratados con respeto.

Esta conclusión (la de que, como mínimo, estos animales tienen derechos morales básicos) tiene hondas, incluso podríamos decir que revolucionarías, consecuencias. Respetar estos derechos significa (entre otras cosas) algo más que reducir la cantidad de carne que comemos o evitar la tem erá lechal o comer sólo pollo y pescado. Significa el final de la agricultura animal comercial, no importa que sea intensiva o al aire libre. No respetamos los derechos de vacas y cerdos, pollos y gansos, atunesy truchas si acabamos con su vida de modo prem aturo, aunque empleemos m étodos «humanos». Estos animales tienen tanto derecho a la vida como podamos tener nosotros.

III. OBJECIONES DE RAÍZ MEDIOAMBIENTALISTA A LA CONSIDERACIÓN DE LOS DERECHOS

Contra la consideración de los derechos se han formulado varias objeciones de raíz medioambientalista. Debido a las limitaciones de espacio, me veo obligado a considerar únicamente dos(2).

La consideración de los derechos y las relaciones predador-presa

Aunque el foco principal de la consideración de los derechos son los deberes de justicia, hay espacio en esta perspectiva para incluir en ella un deber general de beneficencia, de no limitarse a hacer lo que es justo sino hacer el bien a los demás. Si (según creo) los humanos tenemos deberes de asistencia mutua independientemente de las exigencias de justicia, no hay razón alguna por la que no pueda haber deberes del mismo género en circunstancias en las que están implicados animales. Supongamos, por ejemplo, que un tigre acecha a un niño pequeño. Si espantamos al tigre podemos ser capaces de salvar al niño. Dado que los tigres no son agentes morales en el sentido en que uso
esta expresión, no habría a primera vista violación de derechos alguna. Y el caso es que si no hacemos nada, es casi seguro que el niño resulte dañado. ¿Deberíamos intentar evitar este resultado? ¿Tenemos un deber prima facie de intervenir? Es difícil imaginar cómo podríamos defender una respuesta negativa. Asumamos, por consiguiente (lo que considero cierto), que en este caso tenemos un deber prima facie de asistencia.

A continuación, supongamos que el mismo tigre no acecha a un niño sino a un animal salvaje. Y supongamos, de nuevo, que si espantamos al tigre podemos ser capaces de salvar a este animal salvaje. Dado que los tigres no son agentes morales, en el sentido en el que uso esta expresión, no se produciría, a primera vista, violación de derechos alguna. Y el caso es que es prácticamente seguro que el animal salvaje resulte dañado si nosotros no hacemos nada. ¿Debemos tratar de evitar este resultado? ¿Te­nemos un deber prima facie de intervenir? Mi respuesta ha sido y sigue siendo: no. A los críticos (por ejemplo, Ferré, 1986) no les llevó mucho tiempo pensar que algo no cuadraba.

J. Baird Callicott, uno de los auténticos pioneros de la ética medioambiental, es una figura representativa al respecto. Como parte de su crítica a la consideración de los derechos, escribe: «Si deseamos proteger el derecho humano a no ser depredado por… animales predadores, debemos proteger el derecho de los animales a no ser depredados por… animales predadores» (Callicott, 1989:45).

Y sin restricciones. Callicott insiste en que la consideración de los derechos está obligada a proteger a todos los animales que puedan servir de presa. Literalmente: «La teoría de Regan sobre los derechos animales entraña una política de exterminio del predador humano, puesto que los predadores, aunque de
modo inocente, violan los derechos de sus víctimas» (ibíd.).

Aunque pueda haber algo de verdad en lo que dice Callicott, su diagnóstico es claramente exagerado cuando escribe que «los depredadores, aunque de modo inocente, violan los derechos de sus víctimas». Sólo los agentes morales son capaces de violar derechos, y los animales no humanos no son agentes morales. Por otra parte, resulta obvio que Callicott pasa acríticamente de preguntar qué habría que hacer en casos particulares a qué habría que hacer como política general. Y esto es decisivo. El que todos (me imagino) estemos de acuerdo en que tenemos un deber prima facie de ayudar al niño frente al tigre, no nos compromete lógicamente, en cuanto defensores de los derechos de los niños, con la promulgación de políticas tendentes a erradicar a todos los predadores que en el mundo son. ¿Por qué suponer, entonces, que, dado que los animales depredadores dañan a sus presas, los defensores de los derechos animales deben apoyar la promulgación de tales políticas? Callicott no lo dice. Embadurnar la consideración de los derechos con la brocha gorda de «erradicar la vida salvaje» puede que sea buena retórica, pero no es buena filosofía.

Visto esto, ¿qué dice la consideración de los derechos sobre las relaciones predador-presa? Para empezar, mi posición es diametralmente opuesta a la que me quiere endosar Callicott. En lugar de abogar por una política de intervención masiva en los asuntos de la vida salvaje, lo que tenemos que hacer es, en general,… nada. He aquí lo que pienso y por qué lo pienso.

Desde mi punto de vista (véase The Case, 357, 361)(3), nuestra obligación rectora respecto a los animales salvajes es dejarlos estar. Se trata de una obligación fundada en el reconocimiento de su aptitud para manejar los asuntos del vivir, una aptitud que encontramos tanto en los miembros de las especies predadoras como en los miembros de las especies que sirven de presa. Después de todo, si los miembros de las especies que sirven de presa, incluidos los juveniles, fueran incapaces de sobrevivir sin nuestra ayuda, no existirían tales especies. Y lo mismo cabe decir de los depredadores. En una palabra, honramos la aptitud de los animales salvajes permitiéndoles utilizar sus habilidades naturales incluso en el caso de sus necesidades de competir. Como norma general, no necesitan nuestra ayuda en su lucha por sobrevivir, y no dejamos de cumplir con nuestro deber si optamos por no brindarles nuestra ayuda.

No encontramos idéntica aptitud en los niños pequeños. La pura verdad es que, sin nuestra ayuda, no pueden cuidar de sí mismos y no tienen posibilidad real de sobrevivir, ni en el hogar ni en la naturaleza. Por ello, dejar estar a los niños no es honrar su aptitud. Por regla general, y aunque estén dotados de habilidades supervivenciales (sean estas las que fueren), necesitan nuestra ayuda. Por lo tanto, desde la perspectiva de la consideración de los derechos, no hay la más mínima inconsistencia en reconocer deberes de asistencia a seres humanos, niños humanos incluidos, que no reconocemos en el caso de otros animales, incluidos los salvajes.

Podemos llegar a la misma conclusión por otro camino. A mi entender (véase The Case, 103-109), los animales son capaces de saber lo que desean y actuar con la intención de conseguirlo. Porque tienen esta capacidad, podemos comportamos con ellos de forma paternalista. Dicho de forma grosera (para una explicación más detallada, véase la página 107), intervenir de forma paternalista en sus vidas significa tom ar medidas para evitar que persigan lo que desean porque, en nuestra opinión, permitirles hacer su voluntad iría en contra de sus intereses.

En lo que respecta a nuestras obligaciones para con los animales salvajes, la consideración de los derechos es antipatemalista sin rebozo alguno. Así, he escrito: «La meta de la gestión de la vida salvaje debería ser defender a los animales salvajes en la posesión de sus derechos, dándoles la oportunidad de vivir su propia vida lo mejor que puedan según su buen saber y entender, prescindiendo de la predación humana que responde al nombre de «deporte» [la caza]» (357).

En el caso de los niños pequeños, nuestras obligaciones son distintas. Alguien que dejase niños pequeños en el bosque o en un témpano de hielo con la sana intención de darles la «opor­tunidad de vivir su propia vida lo mejor que puedan según su buen saber y entender», sería considerado, y con razón, un criminal irresponsable. Del mismo modo que mediante la adopción de una postura antipatemalista solemos actuar, en general, de una manera que respeta los derechos de los animales salvajes, mediante la adopción de una postura paternalista actuamos, en general, de un modo que respeta los derechos de nuestros pequeños. Desde el punto de vista de la consideración de los derechos, ambas posturas muestran idéntico respeto por los derechos de ambos grupos(4).

La consideración de los derechos y las especies amenazadas

Algunos filósofos medioambientalistas (Callicott es representativo) critican la consideración de los derechos porque no puede suministrar una base creíble para gestionar nuestra obligación de preservar especies amenazadas. (Por simplificar, centro mi atención en las especies amenazadas [en cuanto diferentes de las poco comunes]). Si dejamos de lado los excesos retóricos, la lógica de la objeción es sencilla: si la consideración de los derechos no puede suministrar una base creíble para tratar debidamente esta obligación, la consideración de los derechos no
es, en última instancia, la mejor teoría. La consideración de los derechos no puede suministrar esto que se le pide. Por consiguiente, en última instancia, no es la mejor teoría.

Aunque creo que este tipo de críticas representa un serio desafío para mi postura, y aunque en la actualidad (y por razones que explicaré más adelante) considero que mi antiguo aná­lisis de las especies amenazadas debería haber sido más amplio, no tengo claro que esta objeción sea tan contundente como sus promotores quieren hacemos creer. Me explico.

La consideración de los derechos restringe los derechos a los individuos. Dado que las especies no son individuos, «la consideración de los derechos no reconoce en ningún caso los derechos de las especies, incluido el de supervivencia» (359). Además, los derechos de los individuos no crecen o menguan dependiendo de lo abundantes o poco comunes que sean las especies a las que pertenecen. Los castores no tienen menos de­rechos precisamente porque sean más abundantes que los visones, y los rinocerontes negros del África oriental no tienen más derechos que los conejos precisamente porque su número esté disminuyendo. Entonces, ¿de qué manera puede la consideración de los derechos gestionar nuestra obligación de preservar especies amenazadas? Mi respuesta, en el pasado, fue doble.

En primer lugar, tenemos una obligación (prima facie, quede claro) de detener a los agentes morales humanos («promotores comerciales, cazadores furtivos y otras terceras partes interesadas» (360)) cuyas acciones violen los derechos de los animales. En segundo lugar, tenemos la obligación de «detener la destrucción del hábitat natural» que sustenta la vida de estos animales (360). Mi argumentación implica que, si tenemos éxito en el cumplimiento de estas obligaciones, tendremos éxito en el cumplimiento de nuestro deber de proteger a las especies amenazadas.

Un crítico puede responder señalando que la consideración de los derechos no hace justicia a nuestra sensación de que estamos más en deuda con las especies amenazadas que con las abundantes. Más con los rinocerontes negros del África oriental que con los conejos, por ejemplo. Dada su insistencia en la igualdad de derechos, ¿cómo puede dar cuenta la consideración de los derechos de esta intuición? He aquí, en tosco esbozo, la respuesta que defiendo.

Los defensores de la justicia humana utilizan a veces la idea de justicia compensatoria. Un ejemplo clásico tiene que ver con las injusticias cometidas en el pasado contra miembros de determinados colectivos. Por ejemplo, aunque los actuales descendientes de los Sioux Miniconjou que fueron masacrados por el Séptimo de Caballería del ejército de los Estados Unidos de América en Wounded Knee el 29 de diciembre de 1890 no vivían en los tiempos de la masacre, no es una inconsistencia argumentar que se les debe algo (a los descendientes actuales) por lo que sucedió no sólo en Wounded Knee sino también muchos años antes y después. Desde una consideración razonable de la historia, los descendientes actuales han resultado perjudicados por la gran injusticia cometida contra sus predecesores. Por otra
parte, y por similares razones, lo que se les debe es algo más de lo que se nos debe a aquellos de entre nosotros que no hemos sido perjudicados del mismo modo. Si no hay otros factores a tener en cuenta, debería hacerse más por ellos, mediante una asistencia compensatoria, que lo que se hace por nosotros.

La consideración de los derechos puede aplicar principios compensatorios a aquellos animales (por ejemplo, al rinoceronte negro del África oriental) cuyo número disminuye de forma alarmante debido a pasados errores humanos (por ejemplo, el furtivismo de nuestros antepasados y la destrucción del hábitat). Aunque los rinocerontes que quedan tengan los mismos derechos fundamentales que los miembros de especies más abundantes (los conejos, sin ir más lejos), es comprensible que para nosotros tenga mayor peso el deber de asistencia debida a los primeros que el mismo deber referido a los últimos. Si es verdad, como creo, que los rinocerontes actuales están en una situación de desventaja debido a los errores humanos cometidos contra sus antecesores, entonces, suponiendo que no hay ninguna otra diferencia a considerar, se debe hacer más por los rinocerontes, mediante una asistencia compensatoria, que por los
conejos. Creo que de esta manera la consideración de los derechos puede dar cuenta de nuestra intuición de que nuestra deuda con los miembros de las especies animales amenazadas es mayor que la que tenemos con los miembros de especies más abundantes.

Los críticos de la consideración de los derechos pueden seguir desafiándola incluso después de haberla ampliado yo con mi argumento compensatorio. Pueden poner de relieve, en particular, que la inmensa mayoría de especies amenazadas son plantas e insectos, formas de vida demasiado rudimentarias para ser calificadas de sujetos-de-una-vida. En este caso, y dado que no poseen ningún derecho, nada puede debérseles por motivos de justicia compensatoria. Peor todavía (se argüirá), la continuidad existencial de muchas de estas plantas e insectos no es necesaria para sostener la vida de aquellos animales que son sujetos-de-una-vida. ¿Qué puede decir la consideración de los derechos de nuestra obligación de preservar estas especies amenazadas?

Creo que lo que puede decirse es lo que dije hace tiempo: «La consideración de los derechos», escribía, «no niega, no es contraria al reconocimiento de la importancia de determinados intereses humanos (estéticos, científicos, sacramentales, etc.) [en la preservación de especies amenazadas]» (361) o, por hablar de modo más general, no niega, no es contraria a alentar prácticas que promuevan un mundo biótico a la vez rico, diverso y sosteniblc. Lo que la consideración de los derechos niega, al menos tal y como está articulada a día de hoy, es que plantas e insectos
sean sujetos-de-una-vida; y niega también que estas formas de vida hayan mostrado tener derecho alguno, incluido el
derecho a la supervivencia. Claro está que podemos hacer grandes esfuerzos para preservar este tipo de vida (es decir, no hay en principio nada malo en hacerlo), basándonos, por ejemplo, en intereses humanos estéticos o sacramentales. Pero que podamos estar dispuestos a hacer esto dista mucho de dejar sentado que plantas e insectos puedan demandamos legítimamente por actuar como lo hacemos.

El número de insatisfechos con las implicaciones medioambientales de la consideración de los derechos, ampliada o no
con principios de justicia compensatoria, no se limitará a un pu­ñado de filósofos medioambientalistas, entre los que hay que contar alguno de los más relevantes. Dirán (y de hecho alguno ha dicho*) que las especies tienen un valor inherente. Y también los ecosistemas y la biosfera. Ello explicaría nuestra obligación de salvar especies amenazadas, incluyendo plantas e insectos, y no sólo «difusos mamíferos». A esto sólo puedo replicar (siguiendo el ejemplo del personaje que interpreta Cuba Gooding en la película Jerry Maguire): «¡razónamelo!». No basta conferir un valor inherente (o intrínseco) a especies, a ecosistemas, a la biosfera. Uno espera que se argumente de forma convincente.
Y esto es algo que, por razones que he dado en otro lugar (Regan, 1992), no sólo no se ha hecho sino que creo que no puede hacerse.

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